viernes, 29 de abril de 2022

Matar al mensajero.

 

Me niego y me vuelvo a negar, a ser testigo de un amor que agoniza,

conectado a un respirador que se asfixia exhausto, de tanto imitarse,

fingiendo inspirar y exhalar.

Me niego al agotamiento de verlo extinguido, flacucho, enclenque, muerto

de hambre, sin pan y sin vino. Arrastrándose penoso entre mentiras y

olvidos. Me niego a que este amor tan oliente a rosas, se debata entre

hedores asépticos y gasas porosas y me niego a seguir envuelta con él

entre sábanas frías y camas de hospital, con la lengua dormida y con 

sabor a metal en el paladar.

Me niego a descuartizarlo en vida, a practicarle una autopsia, cuando

todavía late, a tirarle puñados de tierra en la boca, viendo como aún

respira.

Prefiero que arda, que se consuma y que las llamas lo doblen, que

duela por lo que fue y que las heridas le recuerden porque no tuvo que ser.

Así, después, se podran guardar las sagradas cenizas en una cajita de

plata y cristal, colgando de un improvisado altar, que mire hacia el mar

con ojos serenos y con libertad.

Sin ataduras, sin insistir en aplicar palas a un corazón, que rechazo ser

trasplantado, y ha preferido quedarse conectado, intubado, pensando

en pedir su última voluntad, imaginando que después de expirar, le será

concedida con lealtad.

Me niego a mirarlo a través de paneles y luces frias, con los ojos

mudos y las manos pálidas.

Por sobre todo me niego a esperar sentada en el borde de la cama, a

que deje de sufrir y no se despierte mañana.