lunes, 13 de junio de 2022

ZAPATILLA DE GOMA, EL QUE NO SE ESCONDIO SE EMBROMA

 

En todo dolor, hay un punto de inflexión, cuando se instala y se hace crónico, nuestro cuerpo se acomoda , le busca un lugar, le hace un hueco y por momentos hasta nos olvidamos que esta ahí, vivo, latente, acostumbrado. Pero, como corresponde a la ley del dolor, cuando ya aprendiste a no cuidarte, a no protegerlo, te vas a golpear justo ahí con el canto del mármol que más lástima, con la foto que te corta con su filo, con la astilla que desprende la mesa de madera donde tomabas la leche y hacías los deberes, con las tiras del delantal manchado de harina, o las asas de baquelita de las cacerolas brillantes de aluminio. El dolor es así, juega a las escondidas en los ecos de la memoria, en los sueños deshilachados y se balancea en la cuna de madera de la niñez. Y uno cuenta hasta cien, hasta mil, para darle tiempo que se esconda mejor, y no quiere cantar salvo. Uno quiere ser digital, positivo, práctico, quiere cambiar los conceptos, esos que los terapeutas te enseñan a modificar, como alquimistas de los sentimientos. Uno quiere esconderse con el dolor, ahí detrás del árbol que nos cobijaba, ahí en esa habitación de sábanas congeladas y almidonadas, en el balde redondo gigante de zinc, a veces bañera, a veces para blanquear los guardapolvos, a veces pileta de natación. No se puede, nunca se va del todo, solo esta escondido y aparece sin aviso, despavorido, ahogado de tanto aguantar abajo de la cama, explota porque ya no tiene más lugar en la caja. Es tan visible, que aunque lo esquives te obliga a cantar, a salvarlo, a salir corriendo y golpear contra la pared, y a decir a que ahora le toca a él buscarte, porque te vas a esconder a llorar a los gritos, a comerte los mocos junto con esas lágrimas que no paran, porque vas a llamar a tu mamá y les vas a alcahuetear que el dolor se escondió y no quiere salir y siempre te hace lo mismo!

martes, 7 de junio de 2022

ESE MALDITO MOMENTO

 

Todo tiene su momento, su lugar, ese espacio justo y diminuto, donde entran todas las emociones, no hay otro similar, aunque repitas una y otra vez las experiencias, como calcadas de un patrón inevitable, aunque te obligues a convencerte de que no es este, si podés respirar con el alma, pensar con el corazón y despegarte volando al ras del suelo, volverá a suceder, ese instante, ese diminuto instante, en que podés percibir lo infinito, sentir como el aire entra y sale, exaltado, galopando, haciendo que te lleves las manos al pecho, para que no se te escape, para que esa sensación de vértigo misterioso que anuncia un vacío de muerte, y te colorea las mejillas, hasta que podés palpar el ardor, y el alboroto se te extiende desde la lengua hasta las puntas de los pies, con esa consciencia de lo efímero, con esa certeza de que vendrá el viento y se lo llevará todo y aún así sujetarte de las paredes, y sostener la envestida, y luego nada, silencio, estás elevándote, y viendo desde ahí todo lo que va venir, el desconcierto que casi se puede tocar, la intuición de que vas caminar sobre la cornisa, esa que es tan finita como la vida, mientras te decís, esta vez no, esta vez tengo paracaídas, se que puedo planear y caer sin lastimarme, que este instante diminuto vale el riesgo, que ya habrá tiempo de pensar cuando pase, cuando caiga, que el viaje habrá valido la pena.

Pero para los instantes mágicos, hacen falta dos, son íntimos e irrevocables, y ya se sabe, que el viento no siempre sopla hacia el mismo lado, y que a veces puede ser tan fuerte y despiadado, que no importa cuánto hayamos ensayado.

Cuando hay que saltar estamos solos, apretando los dientes y ese instante tan soñado, y nos giramos, por las dudas, por si ese alguien está ahí, atento, esperando. Pero no, se fue, se quedo en tierra firme, el instante tan intenso lo ha superado, quizás tanta altura lo ha mareado y ha sabido protegerse soltándonos la mano.