sábado, 26 de septiembre de 2020

AGUA EN MARTE





UN CUENTO DE KETY MANGIONE

POST, POR K.M. 24/02/2013

y otro crimen quedará, y otro crimen quedara sin resolver....


Herminda Vallejos, todos los segundos martes de cada mes, se ponía su mejor vestido, uno que tenia guardado bien escondido al fondo del ropero, blanco con un galones de pasamanería decorado incaico de color turquesa intenso, no era muy largo, le llegaba hasta las rodillas, prolijo y sencillo se ajustaba perfectamente a su cuerpo curvilíneo y rellenito, se soltaba el pelo, se lo peinaba muchas veces hacia un costado, acompañaba el modelito con una carterita chiquita como un monedero de color violeta oscuro.
A las 4 de la tarde en punto llegaba a la plaza del pueblo, siempre llegaba 15 minutos antes para disfrutar un poco el paisaje, en este mes del año primaveral y verduzco. A las cuatro y cuarto en punto se oía el rugir del motor de la moto acercándose a velocidad moderada, las hojas que estaban desparramadas por el suelo de la plaza se arremolinaban y todo el mundo desaparecía, ella se quedaba sola sentada en la plaza y frente a ella había una enorme montaña de hojas de todos los tonos de verdes y amarillos, el hidalgo y caballero dejaba la moto atrás de la verja de madera y corría a su encueentro con un enorme ramo de flores frescas y perfumadas. Unos minutos después estaban revolcados y fundidos sobre el colchón de hojas, haciendo el amor desesperadamente, el recorría cada rincón de su cuerpo, despacio al principio, voraz y apurado en medio y lento y agitado al final, ella lo abrazaba con todo lo que tenia, con las piernas, con los brazos, con las manos, con los ojos y con la risa ahogada y discontinua. Antes de irse el la besaba amorosamente en las mejillas y peinaba con sus dedos los alborotados cabellos de Herminda Vallejos. El se iba en su moto, ella se iba a su casa, ese día todo le salía más que bien, la tortilla alta y esponjosa, la ensalada en su punto justo y el pollo a la parrilla era un manjar irrenunciable, aunque nadie se daba cuenta, su marido llegaba como siempre cansado, callado y arisco, se quitaba los zapatos y se desparramaba en un viejo sillón a esperar el llamado para cenar, sus hijos un barón y una mujer adolescentes se hacían presentes con sus eternas riñas y discusiones peleando por ocupar el baño y despotriacando por vivir en una casa donde solo hubiera uno. Ella etérea y divina, disponía la mesa y escuchaba en su interior su propia música, las imágenes de la tarde en el parque volvían  a ella una y otra vez, y solo pensaba en el próximo mes y en próximo martes, como venia sucediendo desde hacia siete años.
Una noche, mientras cenaban en silencio y con caras adustas y enojosas, quizás por alguna pelea de esas que nunca faltaban, el noticiero escupía informaciones de todo tipo, corrupción, un hombre que había quemado a su pareja, un policía muerto al intervenir en un asalto en un supermercado y un motociclista muerto en un accidente frente a la plaza de la Constitución en extrañas circunstancias.
Herminda Vallejos se paro y rocogió las manos en el delantal que llevaba sobre la falda, se acercó al televisor hasta quedar con la cara pegada a la pantalla, sus hijos le gritaban y su marido atinó a correrla empujándola suavemente hacia atrás, pero ella no se movía, se quedo ahí horas, aún cuando la tele local daba la señal de ajuste. Al día siguiente era martes, el segundo martes del mes, ella se vistió como siempre y fue a la plaza a las 4 en punto, espero, espero pero el nunca llego, entonces fue a todos los negocios de la cuadra y les pregunto a todos por el motorista, la gente decía no conocerlo, pero que era un chico joven que al momento de morir llevaba un ramo de flores y una carta para su amada, lo bautizaron el motoquero enamorado. Ella Herminda Vallejos les decía a todos que era su amante y que la carta era para ella, y que desde hacia 7 años ellos se juntaban siempre el segundo martes de cada mes en esa misma plaza. La gente creyó que la pobre Herminda había enloquecido, que la menopausia hacía estragos en ella. Sus hijos se avergonzaban de ella y ya ni salían por el barrio por temor a que la gente les hiciera algún comentario sobre su atontada madre. Su marido arisco y resignado simplemente no le hablo más y ella ni siquiera se dio cuenta.
El segundo martes del mes de Abril, en un otoño gris y desstemplado Herminda Vallejos se levantó más temprano que de costumbre, todos habían salido ya de la casa, busco su vestido blanco con pasamanería turquesa intenso, se lo puso y notó que le quedaba muy grande, lo ajusto con ganchitos acá y allá y agregó un cinturón ancho y ostentoso a su delgada cintura, se soltó el pelo deslucido y pajoso, y con el corazón desbordado de ansiedad, salió al patio y miro hacia el cielo plomizo y difuso, los arboles se desprendían de su follaje ante su mirada, las flores esparcían por todo el patio sus pétalos achicharrados y débiles y un ruido potente la sobresaltó de repente, era el rugir del motor de una moto que intempestivamente atravesó la medianera lindante y se metió de lleno en el patio derribando todo lo que encontraba a su paso, las hojas de colores verdes y amarillos se arremolinaron formando un colchón en un rincón de la vieja terraza, él, hidalgo y caballero bajo raudamente de la moto y tomó a Herminda Vallejos en sus brazos, se besaron y se abrazaron con todo lo que tenían , con los brazos, con las manos, con la risa, él le aliso  los pajosos cabellos con los dedos hasta dejarlos lisos y brillantes, ella lo beso en las mejillas.
Cuando su marido llego a casa, la busco en silencio, por cada cuarto, en la cocina, en el único baño, no la llamó en voz alta, solo la buscaba, finalmente se sentó en el viejo sillón a esperar que apareciera. Sus hijos llegaron y preguntaron al padre donde estaba Herminda Vallejos, su madre, el negó con la cabeza y con los hombros, ellos la buscaron en los cuartos, en la cocina y en el único baño y finalmente fueron al patio, estupefactos vieron una moto estrellada contra la medianera y en el piso un vestido blanco con adornos de pasamanería incaica  de un turquesa intenso, un cinturón de charol ancho y ajado y unos mocasines gastados, que no conocían  y no habían visto nunca en su vida.
La policía investigó, tomo nota, hizo pericias y busco huellas, colgaron y pegaron fotos de Herminda Vallejos en todos los postes de luz, en los supermercados y carnicerías del barrio e incluso fueron a la tele a pedir que si alguien había visto a Herminda que avise, en el pueblo se tejián 
todo tipo de conclusiones, que se había vuelto loca del todo, que un ovni se la había llevado, que se había ido en un barco de carga o que su marido la había matado y enterrado en el patio. De la moto nadie hablaba y del amor menos que menos.

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